Paul Kingsnorth fue en su día un activista comprometido de forma absoluta con la lucha por la naturaleza. Durante años, se enfrentó a la acción depredadora del desarrollo industrial, empeñado en ignorar la inminente crisis climática. Su motivación siempre fue el vínculo emocional, tan incuestionable como inexplicable, que siente con lo salvaje.
Sin embargo, en las cuatro décadas que ha vivido (apenas un parpadeo en términos geológicos) ha visto cómo el ser humano destruía casi una tercera parte de la vida del planeta. Paralelamente, ha podido constatar cómo el movimiento ecologista, que en su origen ofrecía una cosmovisión contraria a la economía del crecimiento y la sociedad de consumo, caía en el bostezo abisal de la izquierda «progresista». Como consecuencia, buena parte del ecologismo se ha ido centrando en debatir cuáles son las tecnologías más «sostenibles» para mantener el nivel de confort que «necesitamos» los ricos del mundo —nosotros—.
Tal vez sólo era cuestión de tiempo que una sociedad utilitaria generara un ecologismo utilitario, que el capitalismo lo absorbiera como hizo con el resto de amenazas. Entonces Kingsnorth sintió que eso ya no le interesaba. No era capaz de utilizar el lenguaje de la ciencia sin su correspondiente poesía, de hacer politiqueo en los despachos sin tierra bajo las uñas, de hablar de salvar el planeta cuando en realidad se hablaba de salvar a la sociedad humana.
Esta situación, unida a las incontrovertibles evidencias científicas del cambio climático, le llevó a buscar una perspectiva radicalmente distinta: la propuesta de una «ecología oscura» que reequilibre la relación del ser humano con la naturaleza y cambie el «activismo» por la «acción». Pero, también, que se reapropie y reescriba el relato del ecocidio que está teniendo lugar, pues la defensa de lo salvaje no depende de los números y las estadísticas, sino de las palabras y las historias.