Aunque lo parezca, por el título y la lámina de portada, no se trata de un libro de botánica. Pero es una obra excelente. En una sección consagrada a la reseña de títulos recientes, no podía faltar este lúcido tratado sobre la historia del libro y de las bibliotecas. No es de extrañar que haya recibido tres premios, entre ellos el Nacional de Ensayo del año 2020. Cualquier amante de los libros, independientemente de su temática, debería leer a Irene Vallejo, una joven experta en filología clásica que aborda con erudición y amenidad cómo encontró soporte físico el saber y la fantasía del ser humano, y cómo hubo lugares consagrados a ordenar y preservar aquellos documentos. Conviene tener muy en cuenta que dejar algo por escrito es un empeño relativamente reciente. Durante milenios, la cultura se transmitió oralmente, de una generación a otra, con inevitables olvidos y añadidos, con los cambios que cada cual estimaba conveniente introducir. Incluso vates y poetas eran analfabetos y fiaban todo a su memoria y al verso. Las primeras transcripciones sólidas que se conocen, las tablillas de arcilla mesopotámicas, recogían contabilidades, deudas, contratos y otros asuntos prácticos. Fueron una necesidad del comercio. Pero hasta tiempos de Homero, ocho siglos antes de nuestra era, no se fijó la poesía, la creación literaria, sobre ninguna superficie más o menos duradera. Los primeros libros no fueron de papel, ni siquiera de pergamino, sino de una fibra vegetal procedente del papiro. Tampoco estaban encuadernados, eran una larga tira de caracteres abigarrados (el material resultaba caro) que se enrollaba con ayuda de dos vástagos de madera. La célebre Biblioteca de Alejandría, compendio del saber, se componía de miles de rollos desplegables y compartía espacio con un museo y un templo. Esa fue la librería que ardió, quizá accidentalmente, en tiempos de Cleopatra, durante una escaramuza militar de Julio César, su aliado. Hasta el siglo XV, con la invención de la imprenta, cada libro era un ejemplar único que sólo podía reproducirse gracias al minucioso trabajo de un escriba o un copista. Para entonces los chinos ya habían inventado el papel, un material duradero y barato, aunque no –¡ay!– incombustible. Cientos de obras valiosas se han perdido sin remedio y de otras sólo tenemos noticias gracias a las citas recogidas por autores posteriores. En definitiva, quien guste de sumergirse en la antigüedad del libro, en sus múltiples formas, que no deje de acudir a este amenísimo y documentado ensayo de Irene Vallejo. Un libro sobre libros que se lee como una novela.

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